Miranda
En las calles animadas de Ciudad Central, la
vida urbana fluía con una energía inagotable, marcando cada rincón de la ciudad
con una innata alegría. Los imponentes rascacielos de acero y vidrio se alzaban
hacia el cielo, testigos silenciosos del ir y venir de sus habitantes. En esos días,
las calles estaban llenas de una diversidad de personas que reflejaban la
riqueza cultural de la metrópolis. Profesionales apresurados se abrían paso
entre la multitud en sus trajeados impecables, mientras que grupos de amigos se
reunían en las esquinas, compartiendo risas y conversaciones animadas. Familias
enteras paseaban por los parques, los niños correteaban entre juegos infantiles
y los ancianos disfrutaban del sol en los bancos de la plaza central. La ciudad
respiraba con la vitalidad de sus habitantes, cada uno contribuyendo a tejer la
compleja obra de la vida urbana, con sus propias historias y experiencias. Aquellos
días, ahora envueltos en el suave velo de la nostalgia, dejaron su marca
indeleble en la memoria colectiva de quienes alguna vez llamaron a Ciudad
Central su hoga...
Desapareció.
Sí, desapareció.
El paisaje desolador de
Ciudad Central se extendía como un testimonio sombrío de la devastación
absoluta. Donde antes se alzaban orgullosos rascacielos y bulliciosas calles,
ahora solo quedaba un mar de escombros reducidos a polvo, mezclados con arena,
tierra y pedazos de un pegajoso chicle. La huella de la zapatilla, habiendo
dejado surcos profundos en el suelo, era la única evidencia visible de la
tragedia que había asolado la ciudad. Los restos retorcidos de lo que una vez
fueron edificios y vehículos yacían irreconocibles dispersos por doquier,
quedando sepultado todo rastro de vida. Pero lo más desgarrador de todo era el
silencio, un silencio tan profundo y ominoso que parecía absorber incluso el
eco de los gritos que nunca llegaron a ser pronunciados. Los habitantes de Ciudad
Central, reducidos a un pastoso charco rojo de sangre y vísceras, yacían
dispersos por las calles, testigos mudos de una tragedia sin nombre. En medio
de la desolación, solo quedaba la quietud sepulcral, un sombrío recordatorio de
la fragilidad de la vida y la implacable fuerza del destino.
O la fuerza de un paso
despreocupado.
Miranda siguió como si nada
su paseo hacia casa. No se había percatado de la existencia de aquellos micros
a los que acababa de aniquilar. Si al menos hubiesen sido minis, tal vez
habría notado levemente los más altos rascacielos como ligeras piedrecitas bajo
la suela de su zapato. Pero no, era micros, tan pequeños como microbios,
Sus metrópolis más colosales apenas llegaban a medir un milímetro de diámetro.
Y presentes en el suelo de la calle… era tan solo cuestión de tiempo que
ocurriese el desastre.
En defensa de aquellos micros,
ha de decirse que habían construido su ciudad en un callejón poco concurrido.
Sin embargo, Miranda había visto a lo lejos a un antiguo compañero de colegio
por el camino que ella solía siempre tomar cuando iba de la tienda a su casa.
Así que por el mero hecho de no tener que saludarlo, había decidido cambiar su
ruta por el callejón. Así que sí, millones de micros habían sido
apisonados por la zapatilla de Miranda, junto con su ciudad y toda su historia
de existencia, solo porque ella no quería pasar unos segundos de vergüenza
mientras saludaba a su antiguo compañero de colegio.
Aunque bueno, no penséis mal
de ella. Miranda no era para nada malvada. Todo lo contrario, de hecho, siempre
estaba dispuesta a ayudar a los más débiles. Pero claro, cuando eres tan débil
que te vuelves imperceptible, y un humano pisa tu ciudad, pues tampoco
puedes reprochárselo. Aquellas cosas sucedían de vez en cuando. Por lo menos,
para Miranda no significó nada, solo un paso más de los centenares que daba a
lo largo de su paseo. Si hubiese sabido de la ex-existencia de aquellos micros,
probablemente se hubiese sentido consternada por la culpa. No obstante, como no
había sido así, ella siguió escuchando música por sus auriculares, tan feliz,
con la bolsa de la compra en una mano. Cansada, deseando llegar a casa para
darse un buen baño. A veces pensaba que su vida era muy dura y frustrante.
Miranda era una chica
adolescente que poco a poco ya entraba en la adultez. Tenía 21 años, y vivía en
una ciudad bastante normal, ni muy grande ni muy pequeña. Su voluminoso y largo
cabello negro le caía levemente ondulado por los hombros, descendiendo hasta la
parte media de la espalda. Su cara era redondeada, con prominentes mofletes y labios
carnosos. Los ojos eran grandes y oscuros, y sus pestañas bastante largas. Su
piel era muy blanquecina. Medía 1,75 metros, por lo que solía destacar en
estatura respecto al resto de chicas.
Al fin llegó a casa. Abrió
la puerta y saludó a su madre y a su hermanita pequeña.
La madre, Sofía, era muy
similar en aspecto a Miranda. Tenía 44 años, pero aparentaba juventud plena. La
hermanita se llamaba Victoria.
—¡Ya llegué, mamá! —gritó Miranda, dejando la bolsa con las
cosas que Sofía le había mandado ir a comprar en la cocina.
—Hola, cariño —saludó la madre, con un tono calmado.
—Me voy a bañar. Dile a Victoria que no se meta en el cuarto
de baño.
Sofía subió las escaleras y
sacó a su hija menor de la bañera. Ella siempre solía quedarse largo tiempo
jugando allí, así que su madre tenía que ir a sacarla a rastras.
—¿A quién me recordará? —preguntó la madre, forcejeando para
sacar a la niña por la puerta del baño—. Las dos tenéis la misma energía y
fuerza imperiosas. Se nota que sois hermanas.
—Seguramente es porque te empeñaste en apuntarnos a clases de
varios deportes desde pequeñas. Victoria parece muy en forma para su edad,
aunque no creo que me gane jamás jugando al rugby. —Miranda sonrió y levantó
ambos brazos, mostrando unos bíceps realmente desarrollados para ser una chica
adolescente. Luego se rio a carcajadas, divertida. Su madre la imitó, y
Victoria seguía pataleando en el aire.
—¿Vas a darles de comer a
tus amiguitos antes de bañarte? —pregunto Sofía.
—No. Lo última vez que hice
eso, el hedor de mis cuerpo los atosigó. No quiero causarles tanto desagrado.
Dicho eso, Miranda se metió
al baño, se desnudó e introdujo su atlético cuerpo en el agua tibia.
Su cuerpo era asombroso.
Cada músculo estaba debidamente desarrollado. La espalda estaba curtida, y el
estómago marcado por unos vistosos abdominales. Los senos se mantenían firmes,
pero eran bastante más grandes que la media, así algo sí que caían por su
propio peso. Sus caderas se veían anchas, y los muslos poderosos. Todo esos
rasgos no se apreciaban tanto con la ropa puesta.
Salió de la bañera, se secó
y vistió. Fue a su habitación. Le gustaba la ropa oscura, a juego con su pelo y
ojos. Ese día iba a ir a la universidad, así que aprovechó para ponerse un
vestido de color azul apagado, el cual estaba muy escotado, dejando al aire la
mitad de dos pechos que, según las amigas que le habían suplicado que se lo
pusiera, significaría un impacto tremendo para cualquier chico que se le
cruzase en su camino.
Miranda era muuuy bella, por
si no lo habíais imaginado ya. Había tenido multitud de novios, sin embargo
nunca había terminado de congeniar por completo con alguno.
Por fin apartó la mirada del
espejo de cuerpo entero en la esquina del cuarto. Dos gruesas botas negras de
militar resonaban a cada paso. También se las habían recomendado sus amigas,
pues realzaba su figura y la volvía todavía más alta. Cuando Miranda
las llevaba puestas sentía una extraña
sensación…, una sensación de poder.
Aunque, cuando más poder
sentía, era cuando apoyaba ambas manos en ambos extremos del escritorio y
agachaba la cabeza, observándolo todo justo encima del terrario.
El terrario era una simple
cajita de plástico que en algún momento había comprado por su contenido: unos
cuantos paquetes de chicle y gominolas. Pero hace tiempo lo vacío y limpio, lo
llenó de hierbajos, tierra y piedritas, y con ello creó el ecosistema que en
ese momento ella estaba mirando desde las alturas. Aquellos instantes la hacían
sentir bien. Bueno, no solo bien. La hacían sentir una auténtica diosa. Estando
de pie frente al escritorio donde estaba situado el terrario, dominado por una
civilización de minis (no micros, sino minis). Estos
habían construido varias ciudades enteras dentro de la cajita de chicles y
gominolas (la cual medía unos 30x40 cm de extensión). Se habían servido del
sencillo ecosistema para progresar. En ese momento, estaban en una era medieval
avanzada. Pero cuando Miranda los había comprado en la tienda de mascotas hacía
tres años, estos solo habían comenzado a construir sus primeros asentamientos
feudales.
«Avanzan tan rápido…», pensó Miranda, cerniéndose sobre ellos
en toda su enormidad. Las paredes del terrario de plástico eran tan altas para
los minis que en su mentalidad las veían como barreras imposibles de
atravesar, la cuales habían sido puestas ahí por la voluntad de Dios (Lo habéis
adivinado, ese “Dios” para ellos era Miranda. Aunque a veces también veían a su
madre y hermana, lo cual los solía desconcertar mucho).
Miranda bajó la cabeza para
poder ver algo más que simples manchas marrones de construcción en un paisaje
de hierbajos y musgo. Desde el punto de vista de los minis, aquella
matutina acción era tan importante que no había campanario en todo el terrario
que no resonase.
La joven apartaba su cabello para que este cayese lejos del terrario.
Todos quedaban encantados,
sin respiración, con la belleza de Miranda. Sin duda se veía como una diosa,
con su rostro cubriendo todo el firmamento. Cada ojo lo observaba todo. Nadie
podría escapar jamás a su mirada omnipresente. La joven había aprendido a
controlar la respiración para no armar un desastre, como las primeras veces
había sucedido. Mantenía los carnosos labios sellados y no pestañeaba por el
mismo motivo.
Miranda siguió bajando la
cabeza, y bajándola… Casi parecía que su respingona naricilla los iba a
devastar como si de un meteorito se tratase. Sin embargo, ella lo tenía todo
calculado. En cuando sus pechos chocaron contra el escritorio (fuera del
terrario), supo que había alcanzado el límite. Era solo una forma de medirlo,
pero a los minis les impresionaba, debido a que Miranda siempre
descendía la cabeza hasta exactamente la misma altura cada día. Para ellos era
una prueba de sabiduría y control absolutos. No obstante, para Miranda era solo
un truquillo que tenía ya medido.
Durante su observación, se
percató de que los cultivos seguían siendo insuficiente para alimentar a toda
su población de minis, lo cual la irritaba.
Se distanció veloz del
terrario, regresando a su posición de máxima altitud.
—Debéis trabajar más los cultivos. La gente está pasando
hambre —dijo con voz solemne. No le gustaba hablar mal a sus mascotas, pero
debía actuar con firmeza en su papel de diosa protectora.
Tenía razón. Durante su
vistazo, había vista a muchedumbres tiradas en las calles, consumidos,
esqueléticos. Faltaba comida en el reino.
—Lo sentimos, oh, su grandiosa divinidad —respondió de
rodillas, aterrado, un alto prelado encargado de comunicarse con Dios. Sin
embargo, Miranda no podía escucharlo. El prelado hacía como que charlaba con
ella, pero en realidad Miranda hablaba sin tener en cuenta una posible
respuesta. Esto provocaba que a veces ella dijese cosas sin correlación con lo
que el prelado le estuviese diciendo, o que lo interrumpiese constantemente.
Pero claro, era Dios. ¿Quién iba a reprocharle a Dios?
—No tenemos suficientes recursos como para producir más…
—continuaba diciendo el prelado, hasta que Miranda lo interrumpió abriendo la
boca, de la que su voz preponderante salió haciendo temblar las murallas de las
ciudades.
—Os volveré a dar algo de comida, pero esto no debe ser así.
Vosotros tenéis que subsistir por cuenta propia.
Miranda se llevó las manos a
la cintura, con expresión seria. Ella pensaba que los recursos del terrario
eran suficientes para que se hiciesen los cultivos que demandaba. Sin embargo,
ella desconocía que no lo eran. Desde su cómodo punto de vista, lo creía algo
sencillo, pero es que simplemente era imposible para los minis sacar más
semillas de donde no había más que sacar.
—Muchísimas gracias, su grandiosa divinidad… —estaba diciendo
el prelado, pero antes de que terminara de despedirse, Miranda se giró y se
marchó sin más de la vista de los minis. Ella nunca se imaginaba que de
verdad había un hombre que todos los días se encargaba en vano de atenderla.
Para ella habría significado un acto irreverente que hubiese preferido evitar,
por respeto a sus habitantes mascota. Para los minis, era tan solo la
naturaleza indiferente de un dios.
Miranda llegó a la cocina y
agarró un pedacito de la zanahoria que su madre estaba cortando para hacer la
comida de Victoria.
—Miranda, cariño, ¿no les compraste comida de su tamaño?
Podría ser peligroso que les des un trozo tan grande de zanahoria —le advirtió
su madre.
El trocito en cuestión no
era mayor que la yema del dedo índice de la joven, pero desde luego para los minis
sería otra historia.
—Mamá… —respondió la hija con desgana—, no me he acordado
esta vez. Además, ellos deben autoabastecerse. Los tengo demasiado mimados.
Dicho eso, Miranda volvió a
su habitación. Se asomó al terrario y fue a dejar rápidamente el trocito de
zanahoria en algún punto en el que no aplastase nada. Tenía prisa, pues sus
clases en la universidad empezarían pronto.
«Aquí mismo», pensó, y soltó el trocito a unos
centímetros de una de las ciudades. No obstante, lo soltó demasiado arriba, por
lo que al caer, aparte de aplastar a un par de pobres campesinos que pasaban
por allí y que la joven no había visto, el suelo tembló. Un leve terremoto
surgió con el impacto del trocito de zanahoria, y un importante segmento de la
muralla de aquella ciudad se vino abajo. Al menos no murió nadie más, pero sí
hubo heridos.
—Ups, lo siento —se disculpó sin más Miranda, repasando
con la mirada la escena y pensando que nadie había muerto—. Disculpadme, en
serio. Esto no habría pasado si os hubieseis esforzado con los cultivos.
Sin más, se retiró y salió
de casa, corriendo hacia la universidad.
Y atrás dejaba sembrado el
terror y el pánico entre sus frágiles mascotas, traumatizadas por el desastroso
evento que acababan de vivir.